Es casi medianoche.
Y en sueños, esa melodía de siempre me impide dormir, dejando que la música evoque la calidez de un abrazo, de su abrazo. Doy vueltas en la cama, y escucho su voz, acompañando el dulce sonido de una flauta, mientras anhelo apoyar la cabeza en su pecho y escuchar su voz reverberando en mis oídos.
Me levanto, cansada de buscarle en una cama en la que solamente estoy yo, y me acerco a la ventana, tratando de escuchar más fuerte el sonido de las notas, que poco a poco se va alejando.
Observo la luna, que está llena y refleja mi soledad en la oscuridad del cielo, y cierro los ojos, tratando de grabar en mi memoria las notas que solamente yo puedo escuchar, aunque sé que siempre las olvido cuando llega el amanecer. Desesperada, me doy cuenta de que cada vez el sonido es más lejano.
Ya es medianoche, y la música vuelve a marcharse. Y con ella, el recuerdo de la soledad de su mirada. Mi propia soledad. No lo soporto, y por ello bajo de un salto, y persigo la canción, esperando alcanzarla, pero por más que corra cada vez se aleja más. Con los ojos llenos de lágrimas, salgo del pueblo y me adentro campo a través, en su busca, negándome a perderle una noche más. Y finalmente, la música deja de alejarse al llegar al borde de un acantilado.
Le busco, deseando volver a verle, y sonrió al escuchar su voz acompañando a la flauta desde las rocas donde rompen las olas. Ahora el anhelo de volver a ser abrazada es más fuerte, y él ya no se oculta de mí.
Me está esperando. Lleva mucho tiempo esperándome, lo sé por la tristeza de su canción. E incapaz de resistirme a su llamada, incapaz de seguir sintiendo esta ardiente soledad, me arrojo al vacío, hacía su eterno abrazo, sonriendo por primera vez en mucho tiempo.
Gabriella Nightray