Estas solo, de nuevo.
Vuelves a ser libre, ya no te atan sus lágrimas ni las cadenas de culpabilidad. Ya nadie te espera cuando llegas tarde a casa, ni satura tu teléfono con mensajes antes de las diez. Vuelves a tener espacio para ti mismo. Se ha marchado, tal y cómo le pediste.
Tal y cómo tú querías.
¿Realmente lo querías? Sí, lo hacías. Ya estabas harto de decidir por ti, por ella. Casado de su dependencia hacía ti. De su excesiva preocupación. De ella, valla.
Y ahora está triste. Y sola.
Seguro que llora en su solitario apartamento, con los rizos morenos extendidos sobre la almohada, y cientos de envoltorios de chocolatinas por el suelo. Seguro que se pregunta que hizo mal, porque la has dejado.
¿Por qué lo has hecho?
Porque te agobiaba. Querías libertad. Anhelabas volver a esas noches donde no había preocupaciones, pero si números de teléfono de chicas sonrientes y un tanto achispadas por el alcohol.
¿Y ahora qué?
Se ha ido, te ha dado tu anhelada libertad. Ha hecho lo que tú querías. Pero te sientes mal. No quieres que este triste, te destroza imaginar sus lágrimas rodando por sus pálidas mejillas. Quieres verla, consolarla. Qué te sonría y te diga que ha hecho ese día.
Eres libre.
Dicen que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.
Ahora solo quieres volver a encadenarte.
Gabriella Nightray
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