domingo, 26 de diciembre de 2010

Al compás de un violonchelo.

Un, dos, tres, cuatro.
Y el compás cambia, la música ahora es más lenta. Ralentizas tus pasos para seguirla y dejas que tu compañero de baile te lleve por toda la pista; evitando a los demás bailarines sin demasiados problemas: después de todo…resulta más sencillo seguirle a él que pensar que paso es el correcto.
Adelante, atrás…y un paso corto a la izquierda.
Su mano en tu cintura resulta molesta e incómoda. Quieres apartarla de un manotazo. (Pero eso no estaría bien)
Un dos tres…
El vals termina. Te liberas de su agarre con demasiado entusiasmo (no es de buena educación hacer eso) y te alejas, rechazando todas las invitaciones a bailar. Comienza otro baile, otro vals interminable.
Un, dos, tres, cuatro.
La gente te mira. Unos sonríen divertidos, otros muestran desaprobación. Las caras se confunden y ya no sabes a quien diviertes ni a quien escandalizas. Son solo caras deformadas por los giros que marca un violonchelo.
Adelante, atrás…y un gran paso a la derecha.
No es así, pero no es un error. No has ido hacía la izquierda porque no quieres ir a la izquierda. Nadie te guía y así es más divertido. Tú marcas el camino; tú decides…y a veces tropiezas con otras parejas. No hay ninguna mano en tu cintura que te lleve por unos pasos que no has elegido dar.
Un, dos, tres…
Y cuando empiece la próxima pieza, seguirás bailando sola, rodeada de gente, cambiando los compases por una canción que nadie escucha. Un vals imaginario.
Gabriella Nightray

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